domingo, octubre 16, 2005

Mi Don Bosco


Advertencia: Hoy rompo con varias premisas con las cuales he trabajado en este espacio. Primero, porque el relato que viene a cotinuación fue transmitido hace muchos años de palabra de un Sacerdote Salesiano a mi persona, y no lo he conseguido escrito en las Memorias Biográficas de Don Bosco. Segundo, porque este relato tiene dedicatoria. Lo dedico a mis hijas, a Nelson y a mi querida amiga Antoinette; esta última lucha hoy por su salud, y yo solo puedo rezar...

Soy ex-alumno salesiano. Pero toda mi vida Don Bosco ha sido una presencia inalterada. Desde que tengo memoria veía a la chiquillería de la Escuelita Domingo Savio entrar, salir y alborotar en las horas del recreo, y era mágico jugar en mi casa oyendo los gritos tras el portón de la vieja escuelita. A veces, bajo la pesada puerta de hierro, se escapaba una pelota de goma usada para jugar baseball, y yo cruzaba imprudentemente la calle desde el jardín perfumado de rosales de mi casa, tomaba la pelota y la lanzaba sobre la pared. El estallido sonoro, las enormes rosas rojas de mi jardín, la promesa de nuevos amigos algún día, el árbol de mango que estiraba sus ramas hacia la calle desde la escuelita, los helicópteros de la caoba que volaban al estallar el fruto, los barquitos de papel que, a la deriva, zigzagueaban bajo la lluvia, calle abajo, ante cualquier garúa ocasional. Esa infancia que asesinamos con necesidades inexistentes, con un apuro irracional, con un orgullo que solo sirve para ser tragado...

A los seis años, entré al Colegio. A los doce, ya en secundaria, un sacerdote me relató esta historia:

Estando Don Bosco ya muy anciano, arrastraba sus pies por los corredores del Colegio. Cuando alguien, con intenciones de ayudarlo, le preguntaba:
-Don Bosco, ¿hacia dónde vamos?
El invariablemente sonreía y contestaba:
-¡Al Paraíso!
En una oportunidad, su sucesor, Miguel Rúa, cayó gravemente enfermo. Por unos días, y mientras Rúa empeoraba, el ánimo de Don Bosco parecía quebrarse como una vasija vieja.
Una madrugada, en la cual Rúa no podía dormir, vio de pronto una sombra inclinada sobre su cama, cerca de su rostro. El espanto inicial pronto se trocó en estupefacción, pues Don Bosco, de madrugada, le miraba fijamente.
-Don Bosco... ¿Me voy a morir?
El santo hombre sonrió. Pero no dijo palabra.
-Creo que estoy preparado-continuó Rúa, tiritando por la fiebre.
Aún sonriente, Don Bosco susurró:
-¿Cómo está tu fe esta noche, hijito?
Rúa sintió un nudo en el estómago. Todos los sueños de Don Bosco se verían al menos retrasados si él moría, la decisión de nombrarlo a él sus sucesor podía ser vista como de mal agüero. No quería fallarle a su mentor, ni siquiera por algo tan justificado como la muerte. Pero no podía hacer más...
-Estoy preparado. Tengo fe, Padre.
Don Bosco le tendió la mano.
Confundido, Rúa se la estrechó. Al instante, la fiebre cedió, el dacaimiento se esfumó y parecía amanecer.
Siempre sonriendo, Don Bosco lo vio levantarse de la cama, donde había estado postrado durante una semana.
-La necesitaremos, Miguel. Tenemos mucho trabajo por hacer.

6 comentarios:

Silmariat, "El Antiguo Hechicero" dijo...

Coño Rolando, esa vaina no se vale!!!
La nostalgia acaba de entrar a raudales por mi ventana y de aquel primer día que entré a nuestro colegio.
Gracias por ser tú, es lo único que puedo comentarte.

Anónimo dijo...

...Morir sin morir
Y vivir sin la vida
Es el más arduo milagro
Propuesto por la fe.

Emily Dickinson

Anónimo dijo...

Gracias por visitar mi blog de poesía, que es ya el tuyo, y por tu comentario generoso. Es tu casa, vuelve a recorrerlo cuando así lo desees. Muchos saludos...

Anónimo dijo...

Doctor, Don Bosco es inspiración en todo el mundo, para todos.

Melvin Luzardo dijo...

"Dile que los espero en el Paraíso" esa es la promesa que heredamos todos los Salesianos.

Me hubieras avisado que hablaste sobre Don Bosco. A mi vuelta te mostraré un libro que tengo en mi casa.

Anónimo dijo...

Al igual que Silmariat creo que has tocado una herida aún sin sanar; porque enseguida me vino el recuerdo de un día cuando tuve sarampión y ardía en fiebre el padre Carlos, que no se si está en la Gloria de Dios o no, le negó a mi mamá un mango que yo quería comer, de aquellos que caían a la calle y salíamos todos corriendo a recoger, como dices de manera imprudente; pero en esa época la imprudencia no era mal de morir.
Besos.