Como si se tratase de un campo desolado por la guerra, cruzó la avenida Bolívar de Valencia, pasando a un lado de la construcción del Metro. Al llegar a la esquina adyacente, se introdujo en el umbral de un edificio y subió a la carrera las escaleras polvorientas y malolientes.
No sin cierto nerviosismo, el joven manipuló el manojo de llaves e introdujo la correcta en la cerradura del apartamento, abriendo la quejumbrosa puerta de un tirón.
Una vez dentro, se instaló frente a su computadora, con la ventana que ventilaba la habitación a un lado; pero nada había que mirar allá afuera. Todo su interés se centraba en la pantalla del monitor, mágico recuadro que lo transportaba a ignotas regiones y le permitía ser imposibles personajes en su mente delirante.
Ese día, sin embargo, empezó a ocurrir algo fuera de lo común.
Cuando, en medio de una animada conversación por MSN, se fue la luz del edificio, cosa muy frecuente, dada la poca capacidad del personal que manipulaba el cableado de la zona instalando el tendido eléctrico del Metro., no se sobresaltó.
El joven no tenía espejos en el apartamento; por ello dio un respingo cuando adivinó su imagen oscura en la pantalla, mirándole de frente.
Por supuesto que se veía en espejos casi a diario: en las vidrieras de las tiendas, en los espejos del baño de su trabajo, en los charcos de vidrios rotos que la garúa creaba en las aceras y que se mecían cantando a la brisa.
Pero esto era algo nuevo, aterrador y fascinante.
La imagen que devolvía el espejo mate del monitor no era él exactamente. Era más bien la personificación de su mente, ese ser inexistente que creaba a su gusto y necesidad, dependiendo con quién conversaba en ese momento. Como no usaba cámara web, su megalomanía lo llevaba a reinventarse ante cada nuevo contacto virtual. Incluso, su físico y su carácter eran moldeados en el transcurso de las conversaciones, intuitivamente.
El joven se miró, encantado. La imagen que se le devolvía era de un hombre poderoso, decidido, imponente.
Las humillaciones que sufría en su oficina, de parte de su jefe, las que recibía del dueño del edificio, se le antojaron, viéndose a sí mismo, insólitas, temerarias.
"¿Cómo se atreven, si puedo matarlos en un segundo y con una sola mano?", se preguntó, y soltó una carcajada.
Estuvo mirándose unos minutos más. Era él, no cabía duda; pero era quien siempre quiso ser. Sentía incluso esa viril seguridad de saberse irresistible para el sexo opuesto, cosa que nunca antes había vislumbrado siquiera.
Como una tromba, se paró de la silla y salió al pasillo, dejando la puerta del apartamento abierta.
Lo primero que encaró bajando las escaleras fue al dueño del edificio, quien subía pesadamente acompañado por su esposa, una mujer famélica y quejosa, que jamás miraba a nadie a los ojos y hablaba en murmullos. Encorvada en su timidez, parecía una interrogación no formulada.
El joven no miró a la mujer: apenas vio el rostro del otro hombre, se le lanzó encima, tomándolo del cuello.
La mujer presenció apenas unos segundos de la lucha antes de correr escaleras arriba, entrando en el apartamento del joven por instinto, al ser ese el escondite más cercano, y se quedó oyendo los ruidos del forcejeo hasta que solo hubo silencio.
Una vez repuesta del susto, la mujer, por algún motivo inexplicable, en vez de salir a ver el resultado de la lucha, se acercó a la pantalla del monitor apagado, y vio su reflejo en ella.
Y quedó fascinada por lo que le devolvía la negra oquedad de la pantalla.
"Soy otra. Hermosa, poderosa", pensó luego de analizar la imagen. Y, a los pocos minutos, salió del apartamento como un fénix furioso.
Relato esto como una historia porque sé que ocurrió. Soy forense de la policía, y estoy en el edificio donde la tragedia de estos asesinatos se llevó a cabo.
En estos momentos voy a dejar de escribir en mi pórtatil y asomarme, no sin reticencias, a la fría y empolvada pantalla de la computadora de ese chico que enloqueció, y ver mis demonios cara a cara.