miércoles, octubre 26, 2016

La Verdad

La sala del juzgado estaba en penumbra, de tal manera que las sombras de los presentes reptaban por las paredes como oscuras serpientes al acecho.
No era un tribunal ordinario, ni era ese un país ordinario, por lo cual el acusado se lamentaba del día de haberlo pisado.
El Fiscal gritaba agitando sus ojos en el rostro de algún titán invisible:
- Se trata de juzgar a alguien que es peor criminal que un asesino de niños, ¡peor que un traidor a la Patria! Se trata de juzgar... Y condenar, por supuesto... a un monstruo que asevera que solo sabe y puede decir la verdad.
El Fiscal fijó sus ojos en el acusado.
- La verdad, señor, no existe. Quien pretende poseerla no solo peca de arrogancia extrema, sino de una gran arrogancia. La verdad, como ideal, es arena que se escapa entre los dedos de nuestra imperfecta humanidad. ¡Y usted pretende convencernos que este bien perfecto le pertenece!
Se sentó teatralmente.
La abogado defensora, una mujer que debería llamarse Mediana, por su contextura, rostro, edad y todo el resto de sus atributos, se levantó con mediana prisa - o calma, vaya Dios a saber - y miró con tono neutro a todos los presentes antes de empezar a hablar con voz de aeromoza.
- Ciertamente, yo también soy de la opinión que la verdad es un bien superior al cual los humanos no tenemos acceso.
Hubo un murmullo en la sala, pues todos pensaron se trataba de una confesión de culpabilidad. Pero nada más alejado de la realidad.
- Es por ello que pido la inmediata libertad de mi defendido, sin mayores consideraciones. Esto lo baso en la cierta circunstancia que ni Su Señoría, ni el Fiscal, ni ningún ciudadano puede comprobar que mi defendido, quien actualmente es juzgado por el crimen de creer poseer aptitudes a las cuales nosotros estamos negados, no es víctima de un prejuicio, y sí el perpetrador de un ilícito. La Justicia es el objeto del Derecho como la Verdad lo es de la Teología y de la Filosofía. Y, en justicia, no puede ser comprobado siquiera que mi cliente miente, pues el mismo Fiscal llamó arrogante e ignorante a quien creyese poseer la verdad, y el último de los epítetos no sirve para definir a la parte acusadora, por lo cual, al reconocer que no poseen la verdad, no pueden juzgar a mi cliente sobre un tópico por ellos desconocido. En resumen: el supuesto crimen por el cual deseaban encarcelar a mi defendido no es competencia del derecho, sino de la Filosofía y, además, lo estaríamos juzgando por un hecho del cual ninguna de las partes tenemos conocimiento, cosa inadmisible.
- Explíquese- dijo el Juez, mirando a la abogada con interés renovado.
- Todos somos ignorantes en algún tema. Reconocerlo no es delito. Creer que no se ignora puede ser el acto de mayor ignorancia que se haya visto, pero sigue sin ser un delito, pues el grado de ignorancia no supone daño ni infracción legal alguna. Si alguien de esta sala se proclamase Dios, ¿debería ser juzgado por ello? Incluso algunos podrían creerle, otros burlarse, y habría quien estudiaría el caso; pero nadie osaría a intentar procesarlo. ¿Por qué? Porque proclamarse Dios es inocuo como lo es afirmar lo contrario, que se es el Diablo. La reacción que tome la persona que pretenda ser Dios o el Diablo, o la que tomen quienes escuchen semejante despropósito, sí que podrían ser objeto del Derecho; pero nosotros no juzgamos intenciones, a menos que se acompañen de un hecho. En el caso de mi defendido, no ha ocurrido nada palpable al anunciarse como poseedor de la Verdad. Por otro lado, se pretende juzgar a alguien por conocer de algo sobre lo cual nosotros acabamos de reconocer, todos, que ignoramos.
Las horas pasaron. Dimes y diretes. Florituras, pases de torero, adornos leguleyos.
Al final de la tarde, el juez decidió soltar al acusado sin siquiera una recriminación.
Pero no pudo irse sin antes escuchar al juez que, en un susurro, le dijo:
-Amigo, hay un asunto sobre el cual quisiera consultar su... su opinión, por supuesto...