martes, noviembre 28, 2006

Historia Médica VIII

I

El vaho de las montañas que se desperezaban inundó los pasillos del Hospital.
Temprano, como siempre, el Médico Interno enfiló sus pasos hacia la primera sala de enfermos, acompañado por la enfermera de turno.
Allí, en una cama protegida por un mosquitero blanco, reposaba su paciente más importante: un gigante con una anomalía cromosómica - tenía un cromosoma sexual Y de más - que lo hacía superior físicamente y con una agresividad fuera de lo común.
El Médico hacía su pasantía por Cirugía Plástica y, entre otros casos menores, le habían asignado éste. Se trataba de un hombre que había degollado con un cuchillo de cocina a toda su familia y luego le había prendido fuego a la vivienda para, finalmente, intentar degollarse a sí mismo, lo cual no pudo concretar.
Verlo resultaba impactante, pues la mitad posterior de su cuerpo estaba quemada, y en su cuello podía verse una fina herida suturada que atravesaba su garganta como un ciempiés hibernando. La única vida que revelaba su rostro la aportaban sus ojos, inquietas lagunas de brea en un desierto de granito.
El Médico saludó al paciente sin obtener respuesta.

Médico y enfermera fueron retirando las gasas parafinadas que cubrían las quemaduras, para dar inicio al ritual del baño diario en la tina de quemados.
Entre ambos pasaron al paciente a una camilla y lo llevaron a un área privada, empezando a sumergirlo en la tina.

El gigante se dejó hacer, mientras su cerebro, embotado por sobredosis de calmantes oía voces lejanas que se iban materializando...

(Lasodioatodasodioatodosyquieromorirmelasvanapagartodasjuntas)

La enfermera captó la seña del doctor, quien le pedía el cepillo para retirar flictenas (ampollas); a pesar que el Médico lo hacía con sumo cuidado, el procedimiento era siempre doloroso, por lo cual el paciente estaba impregnado de opiáceos.
El Doctor empezó a restregar al paciente, con paciencia y delicadeza.

(Quientecreesparahacermedañotevoyamatar)

De pronto, con un gran chapoteo y movimientos violentos, el paciente empezó a convulsionar, tomando desprevenidos a sus curadores.
En medio de la confusión, el gigante se deslizó del borde de la tina, sin sustentación alguna, hacia el fondo. Pero, mientras se hundía, una de sus manos emergió y aferró al Médico por el cuello, quien sentía una tenaza de acero que le iba haciendo perder el conocimiento. Ni con toda la fuerza de sus brazos podía zafarse mientras era arrastrado de cabeza hacia la tina.


II


Fue necesario el concurso de dos personas más para liberar al Médico y llevar al paciente hasta su cama.
Ahora, alrededor del lecho estaban el Interno y el Jefe de Cirugía, conversando.
- Entonces, ¿no crees que haya sido adrede?
- No -respondió el Interno-, yo creo que intentó asirse de algo para no ahogarse, y se encontró con mi cuello.
El Cirujano miró al paciente, el rostro perdido, la mirada encendida.
- ¿Se siente usted bien?
Los ojos del paciente se fijaron en los del Interno, y le dijo queda pero fríamente:
- Lo sé todo sobre tí.
El Interno se sobresaltó.
-No le entiendo. Yo...
- Lo sé todo: dónde vives, el nombre de tu esposa, de tu hija, el colegio donde estudia...
Los dos Médicos parecían personajes de un museo de cera mientras el hombre continuaba su discurso.
- Todos estos días hablando mientras creía que yo dormía; pero lo estaba oyendo todo. Cuando salga de aquí, le haré una visita, Doctor. A usted, a su esposa y a su hija.
El cirujano recobró la movilidad con agilidad felina.
Sin mediar palabra, tomó una inyectadora y la clavó en la tapa de goma de un frasco que decía Insulina. Retiró del frasco 20 cc de líquido transparente.
El paciente estaba terminando una frase:
- Me voy a divertir mucho con ustedes.
- No lo creo- dijo el cirujano mientras introducía la aguja en el catéter del paciente y empujaba el émbolo de la inyectadora hasta el final, llevando varias veces la dosis letal de insulina al cuerpo del paciente.
Mientras el gigante agonizaba, el Cirujano miró al Interno, quien tenía la cara desencajada por el horror.
- Hijo, acostúmbrate. Todo Médico lleva una carga inmensa de dolor en su vida: el dolor compartido de los pacientes, el de las cosas que no nos salieron bien, el de la incomprensión de quienes nos juzgan a la ligera, el de la soledad de estos pasillos. Pero hay un dolor que no tenemos que tolerar: el de los malagradecidos.
El Cirujano pasó el brazo sobre el hombro de su alumno y se lo llevó lejos de la sala.
Afuera, en los pasillos del Hospital, el Sol barría la bruma soplando luz por doquier.


domingo, noviembre 26, 2006

Nueve Semanas y Media

Hace veinte años se estrenó esta película en mi país, con gran revuelo.
Con dos símbolos sexy del momento, Kim Basinger y Mickey Rourke, y una banda sonora de excelente factura, con un Joe Cocker raspando con voz de lija You can leave your hat on, canción que quedó grabada en mi memoria como melodía para strip-tease, pole bar incluida.
En una gesta que pretendía ser puro sexo, Jhon -yuppie de Wall Street- embarca a la vendedora de arte Elizabeth, joven divorciada, en una jornada de complacencia de los sentidos.
Pero decir que el asunto fue puro sexo necesitaría dejar el cerebro y el corazón - la mitad superior del cuerpo, pues - fuera del acto sexual. Elizabeth desea amor, compromiso, consiguiendo solo sumergirse en una vorágine de dominación con un individuo egoísta y frío.
Elizabeth tiene que decidir entre permanecer o comenzar de nuevo.




Película con fotografía esteticista a la mejor manera hollywoodense, quedó relegada al recuerdo de ciertos momentos, como las escenas con alimentos de diversa índole o la sesión de sexo en un sótano húmedo, y no por su guión.
Sin ser una obra maestra, marcó el imaginario colectivo de los ochenta.

Y tú, lector...

¿La Recuerdas?

lunes, noviembre 20, 2006

Barcos de Fuego



Tu palabra.
Mi palabra.
Y nada más.
Tal vez
somos extraños
frente a una pantalla
de mentiras y ensueño.
Tal vez
la luz se escapa,
tonada de organillero:
burla y nostalgia,
bits sin tiempo,
teclado que ya quisiera
fuese tu cuerpo.
Doblar tus palabras,
hacerme su dueño.

Así, esclavas
dirán lo que deseo.
No tengo miedo.
Es el ancla que frena todos mis anhelos:
pluma negada a las aventuras
y a su desvelo.
Pero apareces tú,
inocente y culpable,
borrando la estela que marcaba el rumbo,
guindando estrellas
de tinta,

haciendo remontar
el cometa inflamado

de mi olvidada juventud.
¡Y levo anclas,
velas henchidas en el vientre y en el pecho!
Llegaré hasta tí,
me perderé para encontrarte,
encallaré en la magia de lo posible,

promesa sin rivales,
barcos de fuego.

lunes, noviembre 13, 2006

LA OBRA MÁS GRANDE

Soy el biógrafo del más grande escritor desconocido de todos los tiempos en lengua española. Sí, ni más ni menos. Pero vamos por partes, que no juego a las hipérboles. El título del personaje puede parecer rimbombante o, cuando menos, exagerado.
Pero no lo es. ¿Cómo llamaría usted a un escritor que haya vendido más de ochenta millones de libros en nueve años bajo distintos pseudónimos? Yendo más allá: lo hizo sin una aparición en público, sin autógrafos, sin acudir a editoriales y sin anunciarse al peor estilo de los egos ciegos: "Compre el nuevo thriller del autor de 'Crónicas Alteradas'". No, nada de eso.
No lo necesitó.
Julián Rodríguez Madrid escribió cuarenta y una obras literarias, entre novelas y poemarios, usando otros tantos pseudónimos.
Llevo la mitad de mi vida siguiéndole la pista, atando cabos, comprendiéndolo, aprendiendo su metalenguaje y su filosofía de vida. Jamás usó una palabra de más, jamás una de menos. Fue un escritor quirúrgico y aséptico. Tengo la recopilación de todas sus obras, comentadas por mí, por supuesto; y además comentada por todos los literatos "educados" que analizaron su obra por separado, sin saber quién era el espíritu tras los nombres de mampostería.
Pero yo sí que lo sé.
Este hombre fuera de lo común, que estudió las letras viviendo sumergido en ellas, sin nunca contaminarse con la opinión de profesionales en el arte de agradar al cliente y no de ser instrumento de la palabra, me ha dejado, sin embargo, con una obra póstuma que viene a ser - y aquí, en el colmo de la sinrazón, he apoyado mi opinión en las bases robustas e inútiles de los más grandes escritores de la nación, quienes están atónitos con el manuscrito, y han estudiado hasta el cansancio la obra, la cual me obliga a converger con ellos, en que representa lo más puro de las letras castellanas y de cualquier idioma - la más ardua empresa que pueda tocarle a un hagiógrafo de las letras.
El libro en cuestión lo conseguí, casi perdido, en una biblioteca del centro de la ciudad, un día en el cual buscaba perezosamente artículos de periódico sobre El Hombre Feliz, el libro que creía era el último del insigne Rodríguez Madrid.
El artículo decía: "La metáfora del hombre llevada a encarar la solitaria realidad de su existencia, una mancha efímera en la página de la literatura, es abordada magistralmente...".
Soy alérgico a los adjetivos superlativos; si van seguidos de más de un adverbio, siento lástima por los lectores, y desearía colocar un anuncio encabezando el escrito donde se advierta sobe lo dañino del espécimen. Por ello, abandoné la lectura para pasearme por los pasillos cuadriculados por sombras de recuerdos, cuando mi mirada fue atraída por un libro de tapa dura, en cuyo lomo se desdibujaban letras de oro que alguna vez, quizás pudieron ser leídas. Era un tomo del color del vino tinto, puesto en ese sitio con premura, sin orden ni concierto.
¿Cómo supe que era de Julián Rodríguez Madrid? Pues, quien tiene treinta años recopilando su obra, su pensamiento y su vida, no necesita autenticadores.
Tomé el tomo sin solicitarlo y... lo robé.
No se tome este acto mío a la ligera. No solo estaba preservando una obra del nuevo fundador de las letras, sino que el azar, o su primo dictatorial el destino, habían unido a esta obra impar con la única persona que podía entregarla al mundo sin deformaciones.
Tuve que evitar el deseo de correr para llegar a mi casa. Una vez en ella, me senté a la luz de mi lamparita halógena y abrí cuidadosamente el libro.
Por supuesto que no tenía firma.
Pero ya en su primera página, supe que estaba ante la obra maestra con la cual ni el escritor más ególatra soñaría en escribir: Ante mí, tenía una página en blanco impoluto.
¡Qué maestría! Rodríguez Madrid había llevado, sin escribir una letra, a cimas insospechadas el uso del idioma. Entendió la vida que existe en los espacios en blanco, entre las letras negras y pesadas que conforman las palabras, pero que son su alma invisible, su esencia, y lo plasmó, no en una, sino en casi mil páginas de silencio y espacio infinitos.
Horas estuve contemplando esa primera, magistral hoja, viendo las sombras de los árboles que señalaban con dedos sin luz, sobre ella, sin mancillarla. La interpreté con reverencia, y me sonreí, porque yo podía construir a mi antojo letras encadenadas en oraciones que eran al mismo tiempo hechura de este biógrafo de medio pelo y del gran escritor. Yo podía escribir sin tomar la pluma, mientras él, desde la tumba, dictaba.
No desvarío. Esto le ha ocurrido a todos y a cada uno de los poetas y novelistas que han estudiado esta obra.
El autor, por fin, había logrado con este libro estar por siempre fuera del alcance de críticos mordaces, halagüeños o conocedores. Al mismo tiempo, nadie podía citarle para justificarse o engrandecerse. Había, sin mover la pluma siquiera, anulado el núcleo de todo lo que es odioso en la literatura, y abría las puertas de lo que sería el movimiento más fructífero para la lengua y el intelecto: el abstenerse de escribir. Miles de escritores con libros publicados abjuraron de sus letras, hicieron votos de no tocar una pluma nunca más, ni para firmar un documento siquiera, y se dedicaron a hacer largas colas para tener el privilegio de admirar esa primera página perfecta del libro de nuestro bienhechor.
Recientemente, una delegación de sabios asiáticos estudió varias páginas del libro, y declararon, por el estudio demiúrgico de la simetría vertical no convencional, que el libro había sido escrito con espacios ideográficos del chino mandarín, y citaban la dinastía. Este atrevido concepto ha hecho que expertos de todo el mundo deseen estudiar a fondo el libro, y hasta unos herejes propusieron una prueba con Carbono 14, sugiriendo que quizás el libro haya sido empezado en Mesopotamia hace unos once mil años, y Rodríguez Madrid solo le hubiese aportado sentido de actualidad y confusa musicalidad.
Mientras la diatriba sigue, yo concluyo su compleja biografía, satisfecho por mi vida, que no ha sido otra que ser el espacio entre palabras del más grande escritor de todos los tiempos.

lunes, noviembre 06, 2006



Apenas salió de las nubes, hizo contacto visual de nuevo.
El piloto hacía alegres cabriolas a bordo de un biplano Antonov An-2 de vibrante color amarillo. Él, a bordo de un Sea Harrier, se colocó detrás y lo apuntó con la mira electrónica hasta tenerlo fijo.
"En este momento, podría mandarte al infierno", pensó; pero no se sentía feliz por ello. Todo lo contrario.
Se olvidó durante un par de minutos que tripulaba un avión de combate y se dedicó a disfrutar las maniobras que el piloto hacía realizar a su máquina, y él le seguía de cerca, aprendiendo.
El piloto se mecía en el aire, retozaba, escribía con caracteres nuevos la alegría de volar.
Tras un rato de persecución en tan dispares modelos de aeronaves -El Sea Harrier parecido a un halcón al acecho tras un pesado pavo amarillo-, el piloto despareció sin aviso.
El chico se quitó el casco y soltó el control inalámbrico del video-juego. Por alguna causa, el piloto se había marchado.
Apagó la TV y empezó a recoger los libros y colocarlos en su mochila, disponiéndose a ir al colegio.

El padre del chico había sido un piloto de cazas en su juventud. Tras retirarse, había trabajado fumigando sembradíos en la frontera. Un día, simplemente se fue y nunca más regresó. Se consiguieron restos de su avión, con impactos de balas de cañón de 20 mm, pero ni rastro de él.
A partir de ese momento su madre se sumió en un luto de ausencia y él se dedicó a jugar en la consola con simuladores de vuelo. Fue desechando el mundo real, los balones, las pelotas, las patinetas y a sus amigos. Ahora transitaba fantasías llenas de balas, misiles, bombas y pilotos virtuales que aparecían y desaparecían, derribaban y eran derribados; hasta que apareció ese misterioso piloto.
Nunca luchaba; se dedicaba a enseñarle piruetas y maniobras desde hacía tres semanas atrás. Cuando otro piloto aparecía en radar, se desconectaba, dejando al chico solo en la batalla aérea. Jamás respondía los saludos en pantalla, pero apenas el chico se conectaba a jugar, su peculiar avión amarillo caía como una lluvia de malabares abriéndose paso entre las nubes.
Los días pasaron, y el chico, a falta de respuestas, empezó a formular preguntas inquietantes:
"¿Cómo sabe cuando me conecto a jugar cada vez? ¿Por qué no responde?".
En el juego en línea, cabía la posibildad de ir cambiando los escenarios de lucha aérea conforme se avanzaba de nivel. Con sorpresa, percatándose de lo que estaba ocurriendo, las preguntas pasaron a un segundo plano cuando descubrió un hecho inquietante: partiendo desde Canadá, donde se habían encontrado por vez primera, cada día, sin prisa, el aviador lo iba acercando ¡a casa! ¿Cómo sabía ese desconocido donde vivía él?
Un día, el chico decidió intentar comunicarse con el misterioso piloto:

Biplano amarillo: ¿quién eres, amigo?

Ni una letra en la pizarra electrónica, ni un brillo.

Amigo, favor identificarse

Nada.
El chico decidió jugarse una carta definitiva:

Si no contestas, no juego más nunca. Voy a abandonar este juego para siempre

La pizarra pareció estar en blanco siglos, mientras el chico contenía la respiración.
De pronto, letras verdes fluyeron de la pizarra.

te necesito no te vayas

¿Quién eres? Identifícate ¿Vuelas hacia mi país?


Si el piloto hubiese sacado la mano de la pantalla para estrechársela, el chico no se habría sobresaltado más.

sígueme campeón

Un año antes de morir, su padre lo había llevado en un avión de fumigación por las afueras de la ciudad. Cada vez que iba a variar la altura de vuelo o realizar una pirueta, le gritaba: "¡Sígueme, campeón!". No podía ser coincidencia.

Conociste a mi papá

Silencio.
Esperó. Nada.
Esperó. Nada.
Frustrado, dejó que el biplano se adelantara.

sígueme campeón por favor

El piloto iba ahora unos 200 km adelante.
Ya casi llegando a la frontera con su país (el chico usaba en pantalla un mapa mixto, político y físico), un tercer avión apareció en el radar.
Esta vez el piloto no apagó el juego, sino que se mantuvo en línea, cosa que no había ocurrido con anterioridad.
Con curiosidad, el chico observó que el recién aparecido aviador giraba y se dirigía hacia el biplano.
La pizarra titiló uregente, manchada de verde:

sos no llevo armamento

El chico, de pronto, sintió que la drenalina le inundaba.
Sin poder explicarlo, supo que ya todo eso no se trataba de un juego, que iba en serio.
El oxígeno, la cabina del avión -un F-22 Raptor-, el traje presurizado, todo era real. De inmediato abandonó el modo furtivo y aceleró la turbina a toda velocidad, soportando la tremenda fuerza G que amenazaba con aplastarlo contra el asiento.
En pocos segundos alcanzó a los dos aviones, uno un grueso y lento cilindro con cuatro alas haciendo lentas cabriolas, el otro un siniestro Mig 35, maniobrando como una golondrina y atacando como un azor.
En la consola, el chico preparó el sistema de misiles aire-aire Sidewinder II y liberó la traba del disparador. Con maniobras certeras, enseñadas por el piloto del biplano, cortó el ataque del Mig. Este lo siguió. El chico esperó a que su Raptor estuviera en la mira, como si de un novato se tratara y, cuando el Mig se estabilizó para disparar, el chico pasó a modalidad furtiva, tras lo cual desaceleró. El Mig, ciego, le pasó a un lado. En menos de tres segundos, lo tuvo en la mira y disparó.
La llamarada de la explosión casi alcanza el fuselaje del Raptor.

gracias hijo excelente

apareció en la pizarra tras unos segundos, en los cuales el chico abandonó la cabina del avión y se ubicó de nuevo frente a la pantalla de la TV.
No respondió.
Atónito, observó como el pesado Antonov aterrizaba en la pista allá abajo, en casa.
Soltó el control y se quitó el casco. Sin apagar la TV, se acostó boca abajo en su cama, y lloró.

El día en el cual el hombre, delgado y enérgico, apareció frente a la casa, llegó finalmente. Y el chico corrió escaleras abajo a recibirle sin preguntas, con la complicidad de un escuadrón que despegó en el pasado hacia un aeropuerto posible.