La historia de la humanidad está plagada de ejemplos, y todos los poderosos y su reino han quedado reucidos a nada.
Si bien Einstein colaboró, junto con Enrico Fermi y Leo Szilard a desarrollar el poderío atómico que desembocó en los infelices bombardeos a Hiroshima y Nagasaki, este trío es recordado más bien por sus contribuciones a la paz de la ciencia -el verdadero campo de los sabios- que por sus dislates atómicos. La memoria, a veces, es justa, y sabe pasearnos por el jardín debido.
En esta ocasión quiero referirme a la forma sutil, imperceptible, que marca el inicio de la espiral descendente de la tiranía. Y la comparación que hago con un trayecto en espiral no es fortuita: Mientras van en barrena, los tiranos suelen acercarse a quien los observa caer, a quienes les da la impresión que se fortalece el villano, solo por verlo de cerca cuando en realidad, va en caida libre.
Podría, y me siento tentado a ello, dar algún ejemplo actual, pero tengo dos desventajas. Primera, que no puedo relatar el final, pues la espiral aún no se detiene. Segunda, que mi espíritu deciminónico me hala hacia otros prados.
Allá voy.

Existe un personaje histórico al cual no lo podría concebir ni la más delirante de las fantasías: Pierre-Agustin de Beaumarchais, quien, entre tantas correrías y aventuras que ni Marco Polo pudo igualar, compuso, a finales del siglo XVIII, un trío de obras de teatro protagonizadas por un tal Fígaro. El contenido de sus obras era tan inaceptable para las monarquías que, en Francia, su país, tardó cuatro años en conseguir estrenar la primera, con un despótico Luis XVI y sus sabuesos al acecho.
El genial compositor Mozart, siguiendo las tendencias de la época, y en base a un libreto de Lorenzo da Ponte, da vida al personaje de Beaumarchais en su ópera bufa, Le Nozze di Figaro.
Los aires revolucionarios se olían por doquier, con los francmasones como sociedad secreta y conspiradora. El emperador José II de Habsburgo había prohibido la comedia, por considerarla sediciosa y -en efecto lo era- una burla contra la monarquía.
Mozart y Ponte tuvieron que censurar un acto completo y muchos diálogos de Las Bodas de Fígaro. Pero los censores siempre son de ánimo febril y cortos de mente, y una pequeña frase se coló y bastó para encender la mecha de la rebelión contra la tiranía.
En la obra, cuando el conde de Almaviva pretende ejercer su derecho de pernada sobre Susana, la novia de Fígaro, y este, personificado por un barítono, replica (En italiano en el original de la obra): "Conde, condesito, podéis ir a bailar, pero yo tocaré la tonada..." , el público prorrumpía en vítores y consignas antimonárquicas.
La censura había actuado contra la obra de Beaumarchais, la cual era más explícita: "No, señor conde, no podréis poseerla, aunque sois un gran señor, porque os creéis un genio. ¡Nobleza, riqueza, honores, poder! ¡Orgullo del hombre! ¿Qué habéis hecho para merecer semejantes privilegios? Tomarte la molestia de haber nacido, apenas."
Tres años después de la famosa aria de Mozart, estalló la Revolución Francesa.
No quiero decir con todo esto que la ridiculización de las monarquías en un fragmento de una ópera bufa desató las revoluciones del siglo XVIII. Sería una ligereza y una reducción de la Historia.
Pero el "Conte, contino..." fue el inicio del lento pero inexorable descenso en espiral.