I
El vaho de las montañas que se desperezaban inundó los pasillos del Hospital.
Temprano, como siempre, el Médico Interno enfiló sus pasos hacia la primera sala de enfermos, acompañado por la enfermera de turno.
Allí, en una cama protegida por un mosquitero blanco, reposaba su paciente más importante: un gigante con una anomalía cromosómica - tenía un cromosoma sexual Y de más - que lo hacía superior físicamente y con una agresividad fuera de lo común.
El Médico hacía su pasantía por Cirugía Plástica y, entre otros casos menores, le habían asignado éste. Se trataba de un hombre que había degollado con un cuchillo de cocina a toda su familia y luego le había prendido fuego a la vivienda para, finalmente, intentar degollarse a sí mismo, lo cual no pudo concretar.
Verlo resultaba impactante, pues la mitad posterior de su cuerpo estaba quemada, y en su cuello podía verse una fina herida suturada que atravesaba su garganta como un ciempiés hibernando. La única vida que revelaba su rostro la aportaban sus ojos, inquietas lagunas de brea en un desierto de granito.
El Médico saludó al paciente sin obtener respuesta.
Médico y enfermera fueron retirando las gasas parafinadas que cubrían las quemaduras, para dar inicio al ritual del baño diario en la tina de quemados.
Entre ambos pasaron al paciente a una camilla y lo llevaron a un área privada, empezando a sumergirlo en la tina.
El gigante se dejó hacer, mientras su cerebro, embotado por sobredosis de calmantes oía voces lejanas que se iban materializando...
(Lasodioatodasodioatodosyquieromorirmelasvanapagartodasjuntas)
La enfermera captó la seña del doctor, quien le pedía el cepillo para retirar flictenas (ampollas); a pesar que el Médico lo hacía con sumo cuidado, el procedimiento era siempre doloroso, por lo cual el paciente estaba impregnado de opiáceos.
El Doctor empezó a restregar al paciente, con paciencia y delicadeza.
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De pronto, con un gran chapoteo y movimientos violentos, el paciente empezó a convulsionar, tomando desprevenidos a sus curadores.
En medio de la confusión, el gigante se deslizó del borde de la tina, sin sustentación alguna, hacia el fondo. Pero, mientras se hundía, una de sus manos emergió y aferró al Médico por el cuello, quien sentía una tenaza de acero que le iba haciendo perder el conocimiento. Ni con toda la fuerza de sus brazos podía zafarse mientras era arrastrado de cabeza hacia la tina.
II
Fue necesario el concurso de dos personas más para liberar al Médico y llevar al paciente hasta su cama.
Ahora, alrededor del lecho estaban el Interno y el Jefe de Cirugía, conversando.
- Entonces, ¿no crees que haya sido adrede?
- No -respondió el Interno-, yo creo que intentó asirse de algo para no ahogarse, y se encontró con mi cuello.
El Cirujano miró al paciente, el rostro perdido, la mirada encendida.
- ¿Se siente usted bien?
Los ojos del paciente se fijaron en los del Interno, y le dijo queda pero fríamente:
- Lo sé todo sobre tí.
El Interno se sobresaltó.
-No le entiendo. Yo...
- Lo sé todo: dónde vives, el nombre de tu esposa, de tu hija, el colegio donde estudia...
Los dos Médicos parecían personajes de un museo de cera mientras el hombre continuaba su discurso.
- Todos estos días hablando mientras creía que yo dormía; pero lo estaba oyendo todo. Cuando salga de aquí, le haré una visita, Doctor. A usted, a su esposa y a su hija.
El cirujano recobró la movilidad con agilidad felina.
Sin mediar palabra, tomó una inyectadora y la clavó en la tapa de goma de un frasco que decía Insulina. Retiró del frasco 20 cc de líquido transparente.
El paciente estaba terminando una frase:
- Me voy a divertir mucho con ustedes.
- No lo creo- dijo el cirujano mientras introducía la aguja en el catéter del paciente y empujaba el émbolo de la inyectadora hasta el final, llevando varias veces la dosis letal de insulina al cuerpo del paciente.
Mientras el gigante agonizaba, el Cirujano miró al Interno, quien tenía la cara desencajada por el horror.
- Hijo, acostúmbrate. Todo Médico lleva una carga inmensa de dolor en su vida: el dolor compartido de los pacientes, el de las cosas que no nos salieron bien, el de la incomprensión de quienes nos juzgan a la ligera, el de la soledad de estos pasillos. Pero hay un dolor que no tenemos que tolerar: el de los malagradecidos.
El Cirujano pasó el brazo sobre el hombro de su alumno y se lo llevó lejos de la sala.
Afuera, en los pasillos del Hospital, el Sol barría la bruma soplando luz por doquier.